Bombero de los de antes

“Valiente y un poco loco” explica mi madre que nunca estuvo muy convencida que mi padre dedicara su tiempo libre a un pasatiempo tan peligroso mientras que los maridos se sus amigas dedicaban el tiempo libre a ver la tele, a lavar el coche o hacer bricolaje. Era ilógico pero acabó por acostumbrarse a ver a mi padre saliendo a horas intempestivas, a las largas esperas y las llegadas felices con el traje oliendo a humo, el casco chamuscado y el brillo en los ojos de quien ha cumplido con su deber. Mi madre resignada, él encantado y yo más: tenía un padre que no era como los demás, que no me daba la tabarra con el fútbol y encima me dejaba jugar con el casco de bomberos (que era de los de verdad y no de plástico como el de los vecinos).
De esa época dorada le quedan muchos recuerdos y el rastro de una severa quemadura en su mano izquierda de la que siempre habla con orgullo como si se tratara de una medalla, la culpa de todo la tuvo una iglesia en llamas y un santo que literalmente se le vino encima a finales de la década del cincuenta. Un injerto de piel, varios días en la UVI y semanas de recuperación lo dejaron “como nuevo” pero no tanto como para que se olvidara de su sueño y durante veinte años más siguiera acudiendo puntual a su cita con incendios, inundaciones y catástrofes varias que ponían los pelos de punta a todos menos pero que a él le chiflaban.
Sin embargo reconoce que lo mejor de esos años fue conocer a mi madre que trabajaba en la farmacia al lado de la Estación de Bomberos. Fue verla pasar un día para descubrir otra clase de fuego que aún hoy casi cincuenta años después sigue vivo, “¿Quién lo iba a decir? Yo sentado en la banca de la estación esperando un incendio o alguna calamidad, y me encontré a tu madre”, dice con picardía.
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