Avestruces

Tras dos derrotas electorales consecutivas lo normal es que se cuestione la autoridad del líder, que las bases, a menos que sean masoquistas, empiecen a estar un poco mosqueadas de ir de derrota en derrota — en política la resignación cristiana pasó de moda— y que otros jefazos “desinteresadamente” pidan la jubilación anticipada del perdedor. Es lo más natural del mundo, es el juego de la democracia y los partidos políticos son organizaciones vivas, formadas por personas que al menos en teoría, tienen el legítimo derecho de cuestionar a sus líderes.

Por eso llama la atención que la existencia de divisiones internas en el PP se haya convertido en el “notición del siglo” -como si las discrepancias dentro de un partido político no fueran tan cotidianas como la vida misma- y que sus dirigentes sigan empeñados en presentar a su organización como un bloque monolítico orgánico aglutinado en torno a un único caudillo como si estuviéramos en una época y galaxia muy lejana.

Uno no entiende, por ejemplo, que habría de malo que Esperanza Aguirre reconociera de una vez por todas sus roces con el Alcalde de Madrid y que está francamente interesada en ser el relevo de Rajoy, que otros sectores admitieran sentirse marginados por las últimas decisiones del candidato y que todos juntos (como hermanos) entonaran el “mea culpa” sin ningún complejo y sin temor a parecer demasiado débiles, demasiado democráticos. Es lo menos que pueden hacer por esos 10 millones de electores que los votaron.

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