lunes, 16 de septiembre de 2019

Bonanza

Cuentan mis viejos que allá por los años 60 más de una vez caminaron no sé cuantos kilómetros para ir a ver televisión a casa de un tío "ricachón" de mi padre. Lo de ricachón no porque tuviera mucho dinero sino porque en esa época tener en casa una TV era un lujo que solo unos cuantos podían permitirse. En cuanto terminaban de cenar salían con toda prisa para llegar a tiempo para ver un episodio de Bonanza en compañía de familiares y vecinos, que se reunían en el salón de la casa de mi tío abuelo para mirar las aventuras de Ben Cartwright y sus hijos y de paso hacer un poco de tertulia sobre lo mal que estaba el mundo por aquella época mientras se tomaban un traguito y compartían lo que cada uno había llevado para comer. Al final de la noche mis padres veinteañeros hacían el camino de regreso pensando en que la vida sería maravillosa el día en que pudieran comprarse aunque fuera a plazos, como todo lo que había en casa, un aparato de ésos y ponerlo en el centro de la sala, y ver Bonanza y la Caldera del Diablo, en pijama como unos señores de postín.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La princesa en la buhardilla


Se llamaba María y era la clienta mas singular que he tenido, decía que yo era su "informático"y me llamaba cada vez que tenía alguna pequeña "tragedia" con su ordenador como que se le desconfigurara el ordenador, el anti-virus no funcionara o se le perdiera la clave de la cuenta de correos en un maremagnum de archivos. En ese entonces tenía unos 85 años, viuda y con un hijo que vivía en el exterior daba la impresión de llevar una vida solitaria. Por su porte, su cuidada melena, sus ojos azules y sus ademanes finos podría vivir en cualquier palacio europeo pero vivía en un minúsculo estudio de Madrid junto a un pekinés endemoniado que no paraba de ladrar en cuanto yo llegaba.

Era fácil adivinar que María había tenido tiempos mejores, bastaba con ver sus fotos en su Argentina natal: una chica rubia guapísima en una recepción o vestida con traje de equitación siempre al lado de un caballo, su gran pasión. Estaba escribiendo un libro sobre Equinoterapia, lo único que le preocupaba cada vez que tenía problemas con el ordenador. "No sabés cómo curan estos animales", me decía mientras me contaba a grandes rasgos de lo que iba su obra. Despedirse de ella era toda una odisea porque yo me negaba a cobrarle, me parecía un honor servirle y alegrarle un poco el día, pero cogía 20 euros y me los echaba en el bolsillo de la camisa, "te tomás un café en honor mío y ya está, es tu trabajo".

No volví saber nada de María pero es imposible no pensar en ella cada vez que veo a una señora paseando su perro por la ciudad. ¿Estará tan sola como mi clienta? ¿Será otra princesa atrapada en una buhardilla? 

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...