lunes, 6 de mayo de 2024

El club de los cinco

Por aquella época después de cenar mi madre y yo solíamos hacer un poco de sobremesa, a veces charlando y otra vez mirando lo que echaran en la tele sin pensar en nada como esa vez en la que pusieron “El Club de los cinco”. Desde hace mucho quería ver esa película, había pospuesto infinidad de veces las idas al cine hasta que por fin, ese día ponían en la tele. Comencé a verla seguro que mi vieja en cualquier momento se iba a levantar, era una temática que desde mi perspectiva resultaba ajena a una señora de más de cincuenta años, más preocupada por su jubilación que por los problemas de un grupo de adolescentes.

Pese a mis expectativas ese momento nunca llegó, desde el primer momento mi madre parecía hechizada por la historia incluso mucho más que yo, cada cierto tiempo la volvía a mirar con incredulidad en plan “¿Qué le ha pasado a ésta?” pero ella ni rechistaba. Por fin en cuanto aparecieron los créditos finales y la mítica canción “Don´t you forget about me” mi vieja se levantó de la mesa triunfal y satisfecha diciendo que aquello había sido un peliculón y “qué pobrecitos los jóvenes lo mucho que sufríamos por la incomprensión de los adultos” mientras me estampaba un beso.

La anécdota quedó guardada en algún rincón de mi memoria hasta el año pasado en que me “tropecé” en Youtube con los créditos finales de la película y su banda sonora y volví a vivir esa noche de finales de los ochenta en mi casa de Costa Rica, un momento mítico entre mi vieja y yo. 

Y comencé llorar mientras escuchaba ese “Don´t you forget about me…”


viernes, 3 de mayo de 2024

Lugares felices

Solíamos pararnos a mitad de camino a casa justo en esa frutería. Durante los meses que duró mi rehabilitación cardíaca siempre repetíamos el mismo ritual: mi viejo aparcaba el coche para comprar algo de fruta para “aguantar” hasta el almuerzo. Era tan solo una ventana pero estaba cargada de mangos maduros rojiamarillos , doradas piñas, jugosas sandías, naranjas que parecían sacadas de un libro de cuento y toda la fruta tropical que uno soñara. A pesar de lo surtido siempre comprábamos lo mismo: mi padre un trozo de piña y yo otro de sandía. Era uno de “nuestros” momentos del día, sentados en el coche, en pleno meses de verano, mientras saboréamos la fruta,  aprovechábamos para conversar un ratico, siempre acabábamos charlando sobre el mismo tema: lo maravilloso que sería vivir en la hilera de casas que estaban en frente de la frutería, casas sencillas pero abrigadas por árboles con un coqueto parquecito en medio:

“Yo me saco la lotería y lo primero que hago es comprarme una casita ahí. Se imagina que bonito? Tu monchita (mi madre) y yo sentados en un banco de ese parque, tardeando, viendo pasar gente”.

Siempre le daba la razón y me imaginaba a mis padres paseando de la mano por esa vereda llena de árboles y flores, haciendo recuento de sus días.

La lotería nunca llegó y mi rehabilitación pasó antes de lo pensado pero la frutería y esas casitas de ensueño siguen ahí, dormidas a la orilla de la carretera como mudos testigos de un tiempo cercano que parece hoy muy lejano en el que, por unos meses, fue uno de los lugares felices un padre y de su hijo. 


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...