jueves, 14 de diciembre de 2023

Mundo cruel

 

Aquel día Abarca estaba triste. Íbamos camino a una excursión escolar pero no paraba de lamentarse que “Mami” -como él le decía a mi madre- no hubiese podido venir. Mi compañero de escuela tiempo atrás la había “adoptado” con mi permiso, como no tenía Mamá –en realidad tenía pero se había ido a vivir a Estados Unidos desde que me amigo tenía ocho años, y eso le hacía sufrir mucho- un día me preguntó sino me importaba “compartir” a mi vieja con él, y a mí me pareció lo más normal del mundo -obvio tenía a la mejor mamá del universo-, además me hacía sentir orgulloso de tener una madre tan buena onda que todos mis amigos y los de mis hermanas adoraban.

En la excursión del año anterior mi madre había venido con nosotros y Abarca había estado loco de contento, en el autobús se había sentado al lado de ella y no paraba de decirme lo linda que era y lo dichoso que era yo por tenerla. Aquel viaje había resultado inolvidable porque habíamos hecho pic nic con mi vieja en pleno campo, y nos habíamos divertido correteando y comiendo como nunca por los alrededores, de vuelta me había mandado al asiento trasero mientras él todo campante se sentaba al lado de mi madre.

Ahora las cosas habían cambiado radicalmente. Mi familia estaba viviendo una crisis, nos habíamos mudado a un barrio lejos de todos mis amigos de infancia y mi vieja había tenía que comenzar a trabajar de urgencia tras perder mi padre su trabajo por lo que mis ánimos no andaban muy allá además, para más inri, como en casa todo el mundo andaba ocupado en sus asuntos me había tocado hacerme mis propios sandwiches que distaban a un millón de años de los que mi madre había llevado el año anterior.

Nada más bajar del autobús mis compañeros se pusieron a jugar futbol mientras las madres montaban el “Campamento Base” en uno de los ranchos. Como ni yo ni Abarca éramos futboleros nos fuimos a caminar por el parque mientras, como de costumbre arreglábamos el mundo con tan mala suerte que a mitad del camino comenzó a llover torrencialmente por lo que nos nos quedó más remedio que volver corriendo a dónde estaba todo el grupo.

Al llegar, empapados hasta las orejas,  nos encontramos a la maestra, la niña Miriam y a todo el séquito de padres y niños cómodamente sentados a la orilla de la parrilla, calientitos, comiéndose sus respectivos gallos de carne asada y de picadillo de papa acompañados de un humeante café. Al parecer ni la maestra, ni los padres ni ninguno de nuestros compañeros se había percatado de nuestra ausencia y ni siquiera se habían enterado que los dos estábamos allí parados bajo la lluvia contemplado la entrañable escena. 

A como pudimos corrimos  a aguarecernos debajo del alerón de los baños. Sentados en el suelo, comiéndonos lo sandwiches mojados Abarca no paraba de lamentarse: “Si Mami hubiera estado aquí otro gallo nos hubiera cantado, ahí estaríamos sentaditos, calienticos, comiendo rico…qué tristeza”. Yo solo asentí con un movimiento de cabeza mientras se me escapaba alguna lágrima: por primera vez descubría que la vida podía ser muy cruel. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

Fiesta de la Alegría

Las emociones se desataban a partir del momento que la maestra anunciaba el día de la Fiesta de Alegría, un evento con un nombre más que redudante -a no ser que en el mundo existiera algo como la “Fiesta de la Tristeza”- que anunciaba el fin del curso lectivo y el inicio de las vacaciones de verano. 

Ese día, generalmente en la última semana de noviembre, era el más esperado del año. No es que uno odiara la escuela pero la sola idea de estar durante todo el estío sin abrir la horripilancia de libro “Hagamos matemáticas en Costa Rica”  al menos a mí me llenaba de un júbilo indescriptible. Las tardes se volvían más soleadas y la alegría parecía envolverlo todo, del rostro de la maestra desaparecía el gesto adusto, nos regañaba menos y hasta Perera, que era el compañero más insoportable de la Escuela, se volvía simpático. 

Por fin llegaba el día soñado en que aparte de no recibir clases, podíamos asistir con ropa de calle. A nuestra llegada nos espera primorosamente colocado un platito con una manzana, cinco uvas –todo un lujo que no pocas veces era el origen de trifulcas cuando alguien le robaba una uva a otro- , un trozo de queque seco, un cajita de helados Dos Pinos –siempre con algo mejor- y una bolsita con golosinas, eso era solo el principio porque al final nos esperaba el eterno arroz con pollo, frijoles molidos y patatas, el menú típico oficial de cualquier festividad en Costa Rica.

Mi fiesta preferida fue la tercero de curso porque la maestra Cecilia, de la que todos en la Escuela –papás incluidos- estábamos enamorados. Desde agosto dedicó las últimas dos horas de clase a que preparáramos un fiestón a lo grande con función de títeres,  concursos y rifas. Para colmo de mi felicidad mi vieja, por primera vez decidió participar en la organización con lo cual la mayoría de cosas fueron a medida mía: en los regalos estuvieron ausentes las bolas de fútbol, camisetas de equipo y a todos por igual nos recetaron lo que yo había escogido: un triciclo a escala, en el que cabía mi Big Jim,  y un “Turista Disneylandia”.

Tras cantar aquello de “Llegó la vacación, el tiempo de gozar…bailemos y cantemos…” nos despedíamos con una extraña sensación de alegría y nostalgia porque finalizaba un ciclo y con toda seguridad habrían cambios en el curso lectivo, a lo mejor a Perera y a Villalta los cambiaban de sección (bueno, eso habría sido motivo de júbilo) cambiaban a Abarca, mi mejor amigo -lo que habría sido una tragedia porque éramos inseparables- o quitaban a la beldad de la maestra Cecilia, lo que efectivamente pasó al año siguiente y nos amargó el inicio del curso lectivo de 1976. 

Adiós querida lectora

Comenzamos a saludarnos de tanto vernos en la noche madrileña.  A mí me llamaba la atención porque no cuadraba en nada con el estereotipo de...