jueves, 30 de marzo de 2023

Historia de un amor

Las grandes historias de amor suelen ser tan cotidianas e imperceptibles que a veces los mismos protagonistas las viven sin darse cuenta de lo que han construido con el paso del tiempo, de lo que han logrado a base de persistencia y de apostar contra viento y marea por el otro. Una de esas monumentales historia fue la de mis viejos: ninguno de los dos se dio cuenta de lo que vivieron a lo largo de sesenta años, del camino de luces y sombras que transitaron y del que me siento agradecido por haber vivido en primera línea al punto que a estas alturas de mi vida creo sin lugar a dudas que el AMOR EXISTE y que es capaz de transformar vidas. 

Los ví treinteañeros, cómplices, intentando educar tres hijos de la mejor manera, viviendo el trajín de lo que era ser jóvenes padres sin opacar lo que sentían el uno por el otro. Los vi darse besos furtivos, abrazarse mientras corrían para que llegáramos temprano a la Escuela. Los vi ya cuarentones en plena crisis matrimonial, mi padre entre lágrimas pidiéndole perdón a mi vieja y ella dolida, sin saber cómo reaccionar en un inicio para meses después decirnos “que qué le iba hacer, que lo amaba profundamente y que no podía dejarlo cuando él más la necesitaba”. 

Durante algún tiempo los vi distantes pero juntos, mirándose sin mirarse, queriéndose sin querer, sintener idea de cómo reconstruir su relación pero convencidos que juntos sumaban y podían enfrentar los embates de la vida. Los vi casi con cincuenta años un día como por arte de magia volver a abrazarse, a caminar con las manos entrelazadas y no dudar nunca más. Los vi ya jubilados inseparables, viviendo el día a día a cuatro manos como decía Bendetti, vivir el prodigio de llegar juntos a viejos y decirse a menudo lo mucho que se amaban.

La vi a ella cuidarlo con cariño a él durante sus últimos meses de su vida, aguantar malas noches y decirle siempre antes de domir que cerrara sus ojos, que ella siempre iba a estar a su lado y que mañana sería otro día. La ví a ella llorar desconsolada tras su muerte decir que no era justo que su gran amor se olvidara de ella en el más allá y que “sentía celos de la eternidad porqué él estaba ahí”.  La ví irse poco tiempo después tras él, de puntillas, sin hacer mucho ruido, posiblemente aliviada de poder seguir en la eternidad amándose por siempre. 


viernes, 10 de marzo de 2023

Caballero de Gracia

Durante muchos años de mi juventud los viernes se iba a los Conciertos de la Orquesta Sinfónica al Teatro Nacional o al Melico Salazar. Comencé yendo solo. Como no tenía suficiente dinero al principio pagaba la parte más alta del “gallinero”, el punto de menor visibilidad y en el que solo se alcanzaba a ver las cabecitas de los músicos de la orquesta aún así, disfrutaba en grande. Durante un tiempo fue así hasta que descubrí que durante el primer descanso, mucha gente aprovechaba para bajar y colarse en los palcos y en el patio de butacas, a vista y paciencia de los acomodadores que se hacían la vista gorda y no decían nada salvo la vez que por error acabé en el palco presidencial junto a otros chicos, nos bajaron ipso facto.

Mantuve esa práctica durante meses hasta el día que estando en el foyer del teatro, diez minutos antes de la función aparecieron varios músicos regalando entradas para butacas; la escena se repetía viernes tras viernes, para un veinteañero sin dinero y amante de la música clásica aquello era la visión del paraíso,  no significa otra cosa que se podía disfrutar de los conciertos, gratis y en primera fila, como si uno fuera rico y famoso. Ya para entonces, casi siempre se me sumaba una amiga que se acostumbró al protocolo que seguían la mayoria de estudiantes de la Escuela de Artes Musicales (a la que yo no pertenecía pero con mis idas y venidas al Teatro me había incorporado como figurante o algo así) : había que aguantar en la puerta, hasta el último minuto, haciéndose el desentendido, el que no quería la cosa, hasta que apareciera algún músico o un funcionario del Ministerio de Cultura con un rollo de entrada, diciéndonos: “Muchachos, esto es de parte del Ministro…”.

Mi vida cambió radicalmente cuando empecé a trabajar como periodista, con solo levantar el teléfono podía conseguir las entradas que quisiera, así que como todo un señor, un caballero de alcúrnea,  me convertí en se ese tipo que siempre había querido ser, en esos que iban al patio de butacas, que de vez en cuando repartía las entradas que le sobraban y que al final de cada concierto, se iba a tomar una cerveza (o dos, que el sueldo de aprendiz tampoco alacanzaba para más) al Cuartel de la Boca del Monte, donde por aquel entonces confluían la mitad de músicos de la orquesta, los asistentes al concierto y todo el ambiente bohemio de la capital. 

Sí señor, ya era parte del jet set cultural de San José. 


¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...