lunes, 11 de enero de 2021

Como millonarios

 

Contaban mis padres que allá por los años sesenta vivieron la inauguración del primer supermercado del pueblo como una auténtica fiesta. En esa época, comprar sin que hubiese un tendero de por medio era algo que solo se había visto en las películas de Hollywood, se consideraba algo impensable entrar como "Pedro por su casa" a un establecimiento y empezar a llenar la cesta sin tener que pedírselo a nadie, era el colmo de la modernidad y de la libertad más absoluta que solo en USA existía.  

Ese día dejaron mis hermanas al cuidado de una tía y emperfollados como quien acude a ver a un señor muy importante se fueron a comprar al "Mas x Menos". No podían creérselo, recorrer los amplios pasillos viendo todo lo habido por haber y echando en el carrito todo lo que se les antojaba que mermeladas de todos los tipos, que ropita y juguetes para las chiquitas, que cosméticos Max Factor para mi madre, cervezas de distintas marcas, tazas para el café...qué ilusión más grande y qué vida de millonarios! Aquello era un sueño realidad que terminó de bruces cuando llegaron a la caja y tuvieron que devolver más de la mitad de la cosas porque el dinero no les llegaba. "Nos emocionamos tanto que ni nos acordamos que teníamos que pagar", apuntaba mi padre compungido. 

jueves, 7 de enero de 2021

Detener el tiempo

El momento más triste cuando se visitaba la casa de abuela era la despedida. Te invadía una mezcla de sensaciones entre tristeza y la pereza de volver a la vida cotidiana. Daba igual que hubieras estado una tarde o varios días, siempre costaba abandonar la cálida seguridad del regazo de mi abuela, de ese estar alejado del mundanal ruido y sumido en el sueño de la infancia eterna. Irse de esa casa era como crecer, anticipar la edad adulta. 

Como la parada del autobús quedaba enfrente de la casa teníamos la posibilidad de alargar la visita en el jardín, mientras oteábamos calle abajo si el bus se aproximaba. La "comitiva oficial" siempre estaba encabezada por mi abuela, el tío que ese día estuviese en casa, y al que por nada del mundo se le hubiera permitido decirnos adiós desde dentro, y alguno de mis primos pequeños que ella cuidaba y que casi siempre querían venirse contigo. Entonces llegaba el bus, el chofer miraba pacientemente como el grupo te despedía entre besos y abrazos y la promesa de llamar apenas llegáramos, te subías sin parar de decir adiós a la comitiva y dejabas de hacerlo hasta que la casa de la abuela desaparecía y se fundía con el paisaje. 

Entonces te invadía una sensación de nostalgia, sabías que en esa ocasión a más tardar en una semana los verías pero que llegaría un día en que la abuela ya no estaría y sería tan solo un dulce recuerdo, que tu tío se iría de casa,  que el primo, ese chiquillo adorable, crecería y que tú, tarde o temprano te irías lejos. 
Entonces deseabas detener el tiempo.

¡Pobre don Edgar!

Durante muchos años a la persona que más lástima le tuve fue a don Edgar, mi profesor de música durante la Primaria. No sé por qué me daba t...