El primer recuerdo que tengo de mi padre es a los cinco años, en mi primer día de kindergarden. Aún siento su mano firme en mi cuello durante el viaje en autobús esa mañana y me parece verlo por la ventana de mi aula alejándose camino hacia su oficina mientras me decía adiós y yo entre lagrimones pensando en que la vida no era justa, habría sido mucho mejor irme de paseo con mi viejo a cualquier parte como tantas veces lo hacíamos.
El primer día del resto de mi vida y mi padre estuvo ahí como ha estado a lo largo de estos cincuenta años en los que más que padre e hijo parecemos dos amigos que han compartido mucho y que no necesitan terminar un chiste o una anécdota porque se saben el final de memoria y les entra la risa tonta. Estuvo cuando entré a la primaria, al segundario...en cuanta graduaciones he tenido y ha podido asistir para aplaudir y contarle luego a los vecinos con orgullo que su hijo le salió muy aplicado.
No sé como pero siempre se las ha ingeniado para estar ahí, para darme un abrazo, para mirarme con esos ojillos de bondad que te sonríen desde el fondo del alma o para simplemente acompañarme cuando tengo una mala temporada como la de hace unos años tras una operación: no hubo madrugada en la que su silueta cansada no apareciera en mi puerta para preguntarme si todo estaba bien o simplemente para sentarse a la orilla de la cama y repetirme lo que a estas alturas es una obviedad en mi vida y que siempre me ha dicho desde niño: "no te preocupes, tu padre siempre va a estar contigo".
domingo, 18 de junio de 2017
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